jueves, 18 de septiembre de 2008

Sobre MOrelia... Something is rotten not only in the.... state of Denmark...but also in Mëxico.

....ME PERMITO PONER AQUÍ LAS COLUMNAS DE OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO, JULIO HERNÁNDEZ Y DE ALFONSO SÁNCHEZ REBOLLEDO. COLUMNISTAS DE LA JORNADA.


Octavio Rodríguez Araujo

¿Política del miedo?
En Morelia, Michoacán, la noche de la celebración de la Independencia de México fue sangrienta. Dos granadas de fragmentación explotaron entre la muchedumbre: siete muertos y más de cien heridos fue el saldo conocido hasta la mañana del día siguiente. Esto no había pasado, no que yo recuerde. No fue un acto guerrillero; los grupos guerrilleros en México nunca han actuado de esta forma, se han cuidado de respetar las vidas humanas. Fue un acto terrorista, para provocar miedo y muerte, miedo a la muerte también.

A partir de ahora cualquier lugar, solitario en una calle oscura o en medio de la muchedumbre, es peligroso. Nadie sabe lo que le pueda pasar, y Calderón, insensible y obstinado, insiste –después de conocer la tragedia– en que los mexicanos “sin excepción” debemos unirnos en la desenfrenada e improvisada carrera de su desgobierno contra el crimen organizado, incluso denunciando a los agresores o proporcionando información para dar con ellos. Para completar el cuadro “aseveró que se equivocan quienes pretenden que el miedo haga presa a la sociedad” (Reforma.com, 16/09/08).

¿Y qué es lo que se puede esperar, además de miedo, después de las explosiones de Morelia? Si eso ocurrió en un pacífico festejo popular, ¿por qué no en cualquier otro tipo de acto o en un mitin de apoyo o de rechazo convocados por cualquier motivo por un líder, un partido o el mismo gobierno? En otros países ha habido actos terroristas recientes en el transporte (en Madrid el 11 de marzo de 2004 y en Londres el 7 de julio del año siguiente), en cafeterías y restaurantes, en plazas públicas, en hoteles y en las calles donde han explotado no pocos automóviles. Aquí ya contamos con esos escenarios.

En México, desde que se inició la guerra de Calderón contra los narcotraficantes, han muerto más personas que quienes se supone son las víctimas de aquéllos, es decir, los que consumen drogas ilícitas y que, también supuestamente, el gobierno trata de proteger con su guerra (¿será?). Y es ésta, la guerra, la que ha motivado el uso de granadas de fragmentación antes de Morelia, por ejemplo en Sonora el mes pasado, aunque no fueran activadas (La Jornada on line, 21/08/08), disparos con armas de alto poder en casi todas las ciudades importantes del país y asaltos a mano armada en casas y barrios, donde antes no había pasado nada de este tipo.

No. No hay motivo para tener miedo, es solamente algo que imaginamos porque los mexicanos nos hemos vuelto paranoicos y aprensivos. Imaginamos los secuestros de todo tipo y nivel, así como los levantones, los asesinatos, las mutilaciones y los asaltos. Si no fuera por nuestra delirante imaginación viviríamos tan tranquilos como antes de que Calderón iniciara su valerosa guerra rodeado del Estado Mayor Presidencial y de ambientes de seguridad de la más alta tecnología.

¿Por qué habríamos de tener miedo si sólo nos encontramos entre dos fuegos? Por un lado los bandidos y por el otro los policías y los soldados. Éstos también dan miedo: catean domicilios sin orden judicial, amagan poblaciones enteras, violan y roban cuando pueden o cuando se embriagan o se drogan. La seguridad nacional que Calderón ha querido garantizar se ha vuelto la inseguridad nacional, y todavía nos pide que lo apoyemos en esta lucha sin cuartel, que nos unamos todos (“pueblo y gobierno”), que no tengamos miedo y que combatamos con ligas y cáscaras de limón al crimen organizado y a los enemigos de México.

¿Por qué no habríamos de pensar, ya que nos han vuelto paranoicos, que el aumento de la criminalidad ha sido deliberado como una política de gobierno para justificar la militarización del país y quitarnos nuestros derechos y libertades (cada vez más restringidos)? Se ha hecho en Estados Unidos bajo el desgobierno de Bush, lo han hecho los dictadores de América Latina en aquellos tiempos que ahora, ingenuamente, creemos ya superados, ¿por qué no también en México? El argumento ha sido, precisamente, “la seguridad nacional”, y el resultado logrado ha sido su contrario. Nunca, desde hace setenta años, el país había vivido con tanta inseguridad.

Mi tía Irene (todos tenemos una tía Irene) me decía hace poco que leer todos los días “tantos muertos aquí y allá” podría resultar igual que una vacuna: insensibilizarnos ante la muerte, acostumbrarnos a vivir en un mundo (un país) irremediablemente peligroso. Tal vez tenía razón esa tía Irene, pero el problema es que alguien quiere que tengamos miedo, que no nos insensibilicemos, que no nos acostumbremos a vivir en peligro. Y la receta fue, por ahora, el 15 de septiembre en Morelia. Y en este caso da igual quién puso las granadas de fragmentación o los artefactos explosivos que hayan sido. Los muertos y los heridos nada tenían que ver con el narcotráfico ni con la lucha de Calderón y Bush contra aquél: fue una acción para provocar miedo e inseguridad y para que no pocos ciudadanos atemorizados demanden ahora que el gobierno endurezca todavía más sus políticas contra el crimen, aunque en ello les vaya perder sus derechos y libertades. El miedo y la incertidumbre, debe recordarse, propician exigencias de “mano dura y firme” entre la población, especialmente entre las clases medias. Todas las dictaduras del siglo pasado fueron precedidas de exigencias de este tipo: desde el fascismo italiano a principios de los años veinte, pasando por el nazismo alemán, hasta las últimas dictaduras latinoamericanas. Léanse, si no, las cartas y comentarios en los periódicos en Internet y no sólo en los de derecha: muchos piden o exigen mano dura y firme, y hasta más.

¡Cuidado! Something is rotten not only in the state of Denmark… but also in Mexico –se diría en un Hamlet actual.



Astillero
Julio Hernández López
Fax: 5605-2099 • juliohdz@jornada.com.mx

■ Torres Tarascas

■ 15-S, historias gemelas

■ Actas patrióticas

■ “Traicionalizar” la política

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EN EL LUGAR DE LOS HECHOS. El titular de Seguridad Pública, Genaro García Luna; el procurador Eduardo Medina Mora, y el secretario de la Defensa Nacional, Guillermo Galván, visitaron ayer el sitio donde ocurrieron las explosiones en el centro histórico de Morelia, el lunes pasado
Foto: Ap
1. Un presidente débil, producto de un fraude electoral, manejado por los factores reales de poder e incapaz de cumplir con las operaciones políticas que son básicas para gobernar, cambió (provisionalmente) su suerte a partir de lo sucedido un 11 de septiembre en las Torres Gemelas de Nueva York.

2. El derrumbe de las citadas torres permitió a ese gobernante convocar a los ciudadanos a cerrar filas en función de un patriotismo exacerbado e instalar un paredón cívico para quienes en esas condiciones de extremo peligro pretendieran criticar las políticas oficiales guerreras. En aras de presuntos valores supremos, los medios de comunicación se sometieron a los dictados oficiales, las libertades civiles fueron reducidas y se establecieron leyes que permitieron la vigilancia y espionaje a discreción de particulares considerados “sospechosos” o poco patriotas a ojo de los nuevos poderes plenipotenciarios.

3. Muchos años después, habiendo empeñado declaraciones y “toda la fuerza del Estado” en la búsqueda del supuesto organizador de esos atentados, las muertes y los daños siguen sin castigo real, en medio de dudas crecientes, libros documentados y estudios sesudos que plantean la posibilidad de que, como en otros momentos de la historia de Estados Unidos, se hubieran fabricado escenarios violentos que abrieran paso a las pretensiones de la elite guerrera de declarar guerras o precipitar intervenciones armadas, reactivar su economía y en especial la industria bélica y, con la instalación de un enemigo externo supuestamente muy peligroso, forzar procesos políticos de unificaciones y controles que permitieran a los presidentes en turno cumplir con agendas o compromisos de altísimo nivel económico.

4. En México, hasta ahora, las bandas de narcotraficantes procuraban no afectar a quienes no estuvieran involucrados en un negocio declaradamente peligroso. Lanzar granadas en una fiesta histórica de máxima estima y someter a civiles inocentes a los horrores de una “guerra” significaría un cambio inexplicable en la estrategia de los cárteles que más bien se han esmerado en crear una base social de apoyo e incluso, en el propio Michoacán, han llegado a plantear tesis elementales de depuración social, como lo ha hecho el grupo llamado Gente Nueva, dedicado especialmente a combatir a Zetas en expansión territorial y que en mensajes dejados junto a sus víctimas hablan de luchar “Por un México limpio” y critican los excesos de quienes no respetan una especie de código básico de honor del “buen” criminal. En un proceso acelerado de perversión de valores, los capos y sus bandas son tenidos en ciertas regiones del país y gracias a expresiones culturales de las que destaca la musical, como héroes caracterizados por la valentía, el cumplimiento de la palabra, el reto y combate de las malas autoridades y, en diferentes formatos, una “gallardía” que no lleva a matar inocentes, mucho menos de manera masiva ni en el curso de una celebración compartida.

5. El supuesto giro inexplicable en la estrategia de bandas de narcos ha permitido de inmediato la instalación de formas gubernamentales de violencia declarativa, llenas de adjetivaciones simplistas con las que se busca mostrar enojo sublime, vehemencia penal, silla eléctrica oratoria. Con esas ráfagas retóricas se exterminan las posibilidades analíticas y críticas: todo aquel que no esté decidida, expresa e incondicionalmente con Felipe Calderón, el gobierno federal y sus políticas de “guerra contra el narcotráfico” pasa a ser considerado sin mayor trámite como un traidor a la patria (curioso espejo discursivo en que el acusado de vender y entregar al país devuelve la etiqueta a sus acusadores). De la criminalización de la protesta social a la traicionalización (que la virgen de la lengua perdone tan horrible neologismo) de la disidencia. Como en cualquier dictadura de medio pelo, el detentador del poder determina desde las alturas blindadas quién ha caído en el delito imperdonable de la “traición” a la patria. Para no caer en tan punible condición, el ciudadano común y corriente debe cerrar filas, traducido esto en cerrar la boca, los ojos y los oídos para dejarse llevar por lo que impongan los sustitutos de su conciencia y criterio, el Big Brother vestido de fiestas patrias ensangrentadas.

6. En medio de esas sospechosas Torres Tarascas caídas se acomodan algunos intereses menores pero muy oportunos. Leonel Godoy camina políticamente pasmado, caballerango de las haciendas lazarillas desde tiempo atrás tocadas –dominadas– por los intereses del poder real en Michoacán, heredero del aparato gubernamental para cuidar las espaldas del antecesor ahumado bien arreglado con los dueños de El circo regional. El paisano Felipe, que al instalarse en Los Pinos decía que a Michoacán le iría “bien, muy bien” durante su administración, se asoma al escenario bélico junto con la señora Margarita, entre pequeñas dosis de declaraciones y promesas de justicia. Y el fantasmal secretario de joder nación que atenta contra sí mismo al pedir todo el rigor de la ley contra los enemigos de México, contento como está de haber ido a Dolores Hidalgo a dar El Grito sin que la audiencia se le sublevara al recuerdo del exhorto histórico de don Miguel “a coger gachupines”.

7. Haiga sido como haiga sido lo de Morelia, los hechos favorecen también las políticas estadunidenses de injerencia en los asuntos mexicanos (no sólo los relacionados con el narcotráfico, pero sí con estos como meridense Iniciativa de Troya) y ayudarán al felipismo a conseguir mayor presupuesto para la escalada policiaca y militar que pretende sostener. Y ya con ésta se despide, por hoy, este tecleador que por andar escribiendo sobre la diaria novela negra nacional ha dejado inconclusa su lectura de una historia en la que, para dar con los culpables, bastaba con seguir las pistas de los beneficios... ¡Hasta mañana, mientras, entre el humo de otros escándalos, se desliza la aprobación de los combos radiofónicos que son pago adelantado por favores electorales pasados y venideros!






Adolfo Sánchez Rebolledo

El grito de Morelia
¿Hasta dónde vamos a llegar? Por desgracia, nadie puede responder a esa pregunta. Las autoridades están maniatadas por la ineficiencia en la actuación contra la delincuencia, pero también por sus propias palabras, por el afán de cambiar la realidad a fuerza de discursos atronadores, sin aceptar que estamos inmersos en una crisis que no solamente se refiere a los cuerpos de seguridad y justicia, es decir, a las instituciones de las que tanto se habla en estos días, sino de algo mucho más profundo y sustancial porque afecta las relaciones de convivencia, la trama fina del tejido social y se refiere al sentido mismo de la vida en sociedad en este México de principios de siglo.

La tragedia introducida por el narcotráfico en la vida de los barrios y las comunidades no sólo se refiere a los problemas derivados del consumo cada vez masivo de drogas, cuya ilegalización las convierte en fabulosas mercancías; o en la formación de verdaderos ejércitos de expendedores, sicarios y servidores de las mafias donde se funde la energía juvenil con la mala sangre del lumpen ex militar, ex policiaco, toda esa escoria al servicio del gran negocio global administrado a la manera de otras exitosas corporaciones. Años de complacencia y complicidad entre las fuerzas del Estado (o al menos, de importantes sectores de ellas) y los emergentes emporios del crimen, basados en ideas erróneas acerca de las supuestas peculiaridades idiosincráticas (familia y religión) que protegían a México de la caída en el consumo, concedieron ventajas a una criminalidad en ascenso cuya fuerza se multiplica justo porque sabe moverse y aprovechar, gracias a la corrupción, los espacios “institucionales”, la impunidad reinante.

Si la figura deleznable del narcotraficante consiguió convertirse en objeto de admiración en buena parte ello fue posible en la medida que la contraparte carece de legitimidad. Solamente en una sociedad brutalmente desigual y polarizada, carente de reglas y normas universalmente aceptadas, es posible que la ostentación de la riqueza (mal adquirida) se convierta en el signo imitable del éxito personal.

Sin embargo, la guerra contra el narcotráfico en el sentido literal del término es en realidad un doble enfrentamiento: el que se produce entre las fuerzas de seguridad del Estado y el que simultáneamente ocurre entre las diversas bandas que operan el territorio nacional.

Es en ese contexto, escasamente visualizado por la estrategia general puesta en marcha, que la violencia extrema adquiere el terrible significado que ahora tiene: además de ser el medio para enviar oprobiosos mensajes se transforma en el sello de identidad de un modus operandi del que se ha erradicado cualquier consideración basada en el respeto a la vida humana. La barbarie se instaura al convertir la vida humana en simple moneda de cambio para obtener beneficios espurios. Se mutila o se asesina a sangre fría; se decapitan o se ejecutan con crueldad inimaginable personas atadas de pies y manos: la degradación no tiene límites. Municipios y ciudades son dominadas por estos grupos, de tal manera que imponen su propia ley, desplazando al Estado. Al llegar el ejército huyen; cuando sale regresan, en esa suerte de guerrilla que toma como rehenes a comunidades enteras. La “desestabilización” se traduce en el orden impuesto por las mafias a golpe de asesinatos que así rechazan los intentos de depuración.

El gran cambio introducido en este terrible panorama por los atentados de Morelia es la utilización de la violencia indiscriminada contra la población civil como un medio para despertar el terror. Es ésta, insisto, una forma de barbarie que amenaza al cuerpo social entero. Aquí no se buscaba matar a un personaje en particular, sino crear ese estado generalizado de temor e indefensión que anula o paraliza a las sociedades. Y vaya que lo han conseguido. Detrás de la locura enfermiza, (sólo lo sabremos cuando la investigación avance) hay una lógica perversa que no se puede menospreciar. Pero en este punto la sociedad no puede dejar de exigir cuentas claras y expeditas y la justa aplicación de la ley. No más pero no menos. La tentación de la “mano dura” está presente en muchas voces que claman por la pena de muerte y la suspensión de las garantías individuales, pero esta falsa solución lejos de erradicar las causas de la violencia criminal introduciría nuevos riesgos en la convivencia ordinaria de los mexicanos.

La Presidencia de la República esta obligada a informar con verismo sobre los hechos, sin confundir a la opinión pública con falsas apreciaciones. Es imposible aceptar, por ejemplo, que los criminales sean considerados “los nuevos traidores a la patria”, en aras de la economía de argumentos. Seguramente, la patria les trae sin cuidado a quienes lanzan una granada en medio de la gente, pero el Estado no se puede permitir el lujo de clasificar a los delincuentes según el dictado de las emociones de los gobernantes, menos aun cuando se insinúa que son los conflictos políticos una de las causas de la división nacional. Ése es un camino peligroso, por cuanto remite a cierta interpretación de la “unidad nacional” que la historia reciente enterró por autoritaria y excluyente. No es ésa, por cierto, la unidad que hace falta para que las instituciones sean vistas como la fortaleza de la convivencia segura y democrática.

¿Cuánta más descomposición social es necesaria para reconocer que México requiere de cambios mucho más profundos que los que hemos vivido años atrás?

Pretender que el tema de la inseguridad es fundamentalmente una cuestión de recursos, presupone conceder que en todo los demás las cosas no marchan tan mal. Pero ésa es, justamente, la cuestión. La deshumanización a la que alude Monsiváis no tiene retorno sin un esfuerzo a fondo por revertir el retraso educativo, el desempleo y la ausencia de esperanzas que el individualismo fortalece.

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